los Los baños en los años 50, 60 y 70 del siglo pasado fueron personajes populares en muchas ciudades y barrios. Quién no se acuerda, de los que como nosotras peinamos sus canas, de su médico o de su profesional y hasta de la matrona que les ayudó a nacer. Hoy en día no sabemos los nombres de los médicos ni de las enfermeras, ni de los maestros, ni de los curas, ni de la señora de la tienda de la esquina. Trajes antiguos que se han perdido. La tamaracita fue cuna de grandes retretes, personajes a los que acudimos para paliar nuestros males. Aunque sea «mira», no quiero dejar de mencionar a los médicos de familia que tuvo Tamaraceite y que trabajaron codo con codo con los facultativos para mejorar la salud del barrio, como don Aurelio Gutiérrez o don José García. Tamaraceite ha dado otros nombres relevantes en el mundo de la medicina como el urólogo D. José J. Medina Silva de Las Perreras, o Antonio Acosta, especialista en Medicina Interna, hijo de Pedro Acosta. Les siguió una segunda generación de médicos como Mario Hernández, hijo de Ventura y doña María la maestra; Luciano Santana, médico intensivista e hijo de Sarito del bazar; los hermanos José María y Samuel, hijos de Pepe Jesús el panadero; y las hijas de Fernandito Pérez del supermercado, Sofía y Berta. Todos de familias humildes y trabajadores del barrio.
Pero hoy no quiero centrarme en los médicos, que merecen un artículo aparte, sino en practicantes, una figura que en muchas ocasiones ha pasado desapercibida y esto se ha olvidado. Por ello, no podemos olvidar la fantástica labor social que han realizado en un momento de tantas dificultades sociales y políticas y merecen un homenaje de la sociedad como muestra de su agradecimiento. Eso sin olvidar a las mujeres que ponían las inyecciones, como Pinito de Los Bloques, que desinteresadamente acudía a las casas de quienes no podían pagar al practicante para administrar los tratamientos ordenados por don Aurelio o don José.
Si miramos hacia atrás, alrededor de los años 40-50, uno de los primeros practicantes de la tamaracita fue el padre Félix García, barbero y luego practicante de la ciudad, porque en aquellos años Tamaraceite era todavía ciudad, y cuyo barbero estaba en la Carretera General de Tamaraceite, en el núm. 27. Félix García Toledo, el gobierno de la época financió en la Península un curso de operadores en prácticas asistenciales y de cirugía menor. Y allí fue al peluquero. Con este curso pude quitarme los dientes, tratar y poner inyecciones. En la época de Don Félix, la práctica era poner las inyecciones con la misma jeringa que había usado antes con otros pacientes que no sabían si tenían gripe, tifus o hepatitis. Pero el practicante en estos años de posguerra ejercía a veces como médico y, a falta de medicinas, también aplicaba remedios caseros como leche caliente de mujer que daba a luz, agua de rolo o mijo o aceite hirviendo para el dolor de oídos. Para el dolor de «vientre», el aceite se calentaba y se colocaba en un vaso de papel en el lugar donde dolía. Para la fiebre mandaba a los enfermos abrigarse y era típico hacer un «sudoro» para bajar la temperatura. Según Pedro Domínguez, otro de los barberos de tamaracita, pero que nunca fue practicante, “Don Félix tenía una estufa eléctrica para desinfectar la ‘jeringuilla’ y la aguja y una caja de metal niquelado donde llevaba los aparatos desinfectados a casa. un trozo de carne del brazo o de las nalgas y con una aguja de punta roma a modo de mancha, le daba la dolorosa inyección”.
La Carlota de Las Palmas
Don Félix es sustituido por Don Santiago García, conocido popularmente en Canarias como Charlot de Las Palmas. Don Santiago ya no venía como barbero sino como practicante y dicen los ancianos que hizo mucho por los ciudadanos. Tenía su oficina en la calle Fe y estaba otra en Tamaraceite. Le encantaban las fiestas y los carnavales. Su traje favorito era el de Charlot, que llevaba a los bailes del Cine o de la Sociedad, donde lo imitaba a la perfección. Fue muy conocido en el Carnaval de Las Palmas por su participación en galas y desfiles, emulando a tan famoso actor. Pedro Domínguez me dijo: «Don Santiago con agujas nuevas y palmaditas en la nalga que ni siquiera sabías».
Cuando don Aurelio llegó a Tamaraceite, su primer ayudante era Antonio Domínguez, hijo del barbero y que le acompañó en muchos de sus desplazamientos a domicilios y negocios en aquellos años en los que inició su carrera profesional. Don Aurelio era el médico de los Betancores, y Antonio daba los tratamientos, ponía las inyecciones y también era psicólogo, porque lo que les hacía a los pacientes era mucha conversación. El hijo del barbero estuvo diez años con don Aurelio hasta que decidió abrir su tienda en un local de Guanarteme propiedad del propio don Aurelio.
Pero a finales de los 60 llega a Tamaraceite a lomos de su Bultaco Alfredo Díaz del Pino, conocido popularmente como Don Alfredo, uno de los últimos practicantes de Tamaraceite, y digo, desde que vivió la época en que el practicante pasó a llamarse ATS. Aunque nació en Ciudad Jardín, pasó gran parte de su infancia y juventud en Las Torres con sus abuelos y primos. De niño empezó a enamorarse de Tamaraceite en aquellas excursiones que hacía en bicicleta con sus primos y se deslumbraba con el verde de su valle rodeado de plataneras.
Como muchos muchachos en los años 50 y 60, su pasión era el fútbol y no estaba mal. Llegó a jugar al Porteño con muchas de las grandes figuras que dieron el fútbol en nuestro barrio como Guedes, Guerrita, Cayetano, Toribio, Ramírez, etc. Vivió en primera persona la llegada del Porteño como club a Tamaraceite y el posterior cambio de nombre a UD Tamaraceite.
Dar la vida por la profesión
Don Alfredo fue un profesional de la salud que dio su vida por la profesión, quien accidentalmente surgió de manera vocacional al ver a su primo, don Santiago el practicante, cuidando a su madre enferma. Sus inicios como trabajador de la salud se remontan a 1969, cuando aún jugaba en el Porteño, y las casualidades de la vida lo llevaron a Tamaraceite gracias a don Manuel Acosta, quien le propuso hacer su trabajo en el pueblo. Muchos de nosotros éramos los tipos que recorríamos sus manos y probamos sus agujas, primero en la consulta de la Seguridad Social o luego yendo a su despacho en Cruz del Ovejero, en los bajos de su casa. Pero lo más normal era ir a las casas, atendía la llamada de los vecinos a cualquier hora, fuera sábado o domingo. Con Don Alfredo se produjo un giro en la sanidad de Tamaraceite, ya que la HTM como profesión propiamente dicha no existía desde 1977 cuando se integraron las Escuelas de Enfermería en la Universidad.
Después de don Alfredo, llegó a Tamaraceite otro joven practicante. El hijo de Ramoncito el de los ciegos. José Ramón González Reyes empezó a recorrer los barrios de Tamaraceite con su Seat 127 amarillo. Era bien conocido por su padre. José Ramón, una persona muy amable, buen profesional que tenía una oficina frente a la plaza. Pedro Domínguez me cuenta que “le gustaba la cirugía y la podología. Recuerdo que un día me preguntó si quería acompañarlo como ayudante para pegarle la oreja a una señora de Los Giles, que para qué fue cuando le arranqué un arete tenia el lobulo partido en dos: solo hay que estar ahi para que se sienta mas tranquila… y claro, fui. Otro dia vino a la peluqueria y le dijo que tenia un callo en el pie que me volvio loco , sí. Me puso un parche y dijo ‘espere un minuto’, se subió al auto, trajo el maletín, se quitó el callo y nunca salió».
En lo personal tengo muchos recuerdos de el porque era el Le puso inyecciones a mi padre y lo cuidó hasta el día de su muerte. Entró a la casa como cualquier otro, ya que tenía que venir dos veces al día y se había convertido en uno más en la familia. Y en más de una ocasión le acompañó en sus paseos por los barrios para jugar en el 127. Permaneció en Tamaraceite hasta que lo destinaron a un centro de salud de la isla.
Con la llegada de los centros de salud se perdió la cercanía del practicante. Ya no iban a casa a no ser que estuvieran encamados, pero tenían que ir a la consulta. Esto supuso el fin del médico de barrio y la llegada de la enfermera y el fin de mil y una anécdotas que no merecen el olvido.